Volver a ser joven

Hace más de 2 años que se separó y desde entonces vive otra vida. Una que jamás imaginó. Le costó unos meses entender su nueva realidad pero en cuanto lo hizo perdió veinte años de golpe y su rostro se iluminó. Pudo redibujarse y lo hizo. El punto de inflexión fue una quedada con desconocidos a la que se apuntó una semana santa y de la que salieron amistades que hoy son su sostén. Con ellos tiene planes impensados hace años, se ha aficionado al surf, a ir a la sesión golfa del cine y vuelve a ser la reina de los festivales de verano. Se ha apuntado a la Behobia y ha empezado a explorar las app de ligoteo online. Una vida en la que a sus 51 ha vuelto a ser joven. Una que le parece bastante completa, pese a no tener a nadie con quien compartir la mitad del sandwich ni la cama por la noche.

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Personas que no

A veces la vida te junta con personas que no. Gente que al principio dirías que puede encajar y tras varios ratos compartidos algo te dice que no son para ti. Lo intentas buscando intereses en común, miradas cómplices, afinidades de pensamiento, pero llegas siempre al mismo callejón sin salida. Te ves intentando ser otro, esforzándote en encajar, hasta que te das cuenta y vuelves a tu esencia. Te serenas y recapacitas. Como en un puzzle, sin forzar, las piezas que tienen que unirse lo hacen. A veces todo es cuestión de saber fluir.

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Esperar el abrazo

Al despedirse rehuyeron el abrazo, ese que saben que los llevaría lejos, que abriría la caja de los recuerdos, que encendería sentimientos que están reprimiendo desde que se reencontraron. Hablar, verse y darse dos besos cordiales es una cosa. Abrazarse es perder el control. Es romperse, unirse, volver a ser ellos. Abrazarse es parar el tiempo. Un pinchazo en el corazón, profundo. Duele tanto como añorar lo que el destino tenía preparado para ellos. Aquella señal que incluso el día que se casaban con otros seguían anhelando. La buscaban en todas partes, pero nunca llegó. Se alejan pensándose y, con los días, ese abrazo no dado coge fuerza. Sueñan con esa conexión única, especial, suya. Y siguen esperándose.

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Miedo a vivir

Se siente inseguro. Siempre, mucho, ante cualquier situación. El temor a que pasen cosas malas es algo intrínseco en él. Le preocupa que la tormenta eléctrica caiga demasiado cerca, que el taxi le lleve en dirección opuesta o sentarse en la silla que cojea en la cena. Le aterroriza comer en puestos callejeros, vestir poco a la moda y lo que piensen los demás de él. Se arremolina ante las discusiones, profundiza en los contras de todas las situaciones e intenta convencer al resto, con argumentos poco fundamentados, de los peligros de cada acción. También se autoconvence de las bondades de sus pequeñas adicciones y mira con ojos de pena a quien quiere que le agarre de la mano al saltar el charco. Vive con miedo a vivir la vida.

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Carta blanca

Hoy desprende un halo especial. Sonríe con la mirada y camina despreocupada, casi danzando, por los pasillos de la oficina. Por suerte los que no tienen resaca son cuatro gatos y este año el cotilleo se siembra por chats de Teams. Cada año, desde hace seis, la cena de empresa es su noche de carta blanca. Así lo instauraron con su marido al salir de terapia de pareja un jueves de otoño, aburridos el uno del otro y cansados de su vida de familia numerosa. Surgió como una idea tonta viendo una película de domingo tarde, pero la propuesta les caló y fue cogiendo fuerza. Pusieron unas normas y lo centraron todo en una noche. De momento les funciona, y cuando se acerca esa noche ella se siente guapa y se viste para gustar a otros. Esa pubertad transitoria le produce nervios y felicidad. Todo momentáneo, todo excepcional. Un parche a una situación matrimonial que se cogía con pinzas y a unas vidas que pedían a gritos ser vividas. Un salvavidas que, para su sorpresa, ha reflotado su matrimonio.

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La aventura ha empezado

Cuando lo dejaron lloró, de impotencia, de rabia, de pena. Estuvo unas semanas deambulando entendiendo la nueva situacion, ideando su próxima vida. Se dio su tiempo para reinstalarse, hacer del nuevo rumbo el rumbo y sentir lo que quería; y un día lo tuvo claro. Quería ser madre. Ese proyecto en común que habían tenido en pareja y que no había podido ser seguía latente en ella, mucho y muy fuerte. Y empezó a mover los hilos para hacerlo realidad. Los miedos y los juicios externos estaban pero ganaban sus ganas e ilusión. Lo intentó de varias maneras y por el camino se rompió, se reconstruyó y siguió, perseverante. Cambió su alimentación, se aficionó al queso de anacardos, preparó sus caderas, aprendió a respirar con el diafragma y vació la habitación que tenía como despacho. Un miércoles de septiembre el doctor la llamó y mientras ella descolgaba temblorosa la voz de él le daba la enhorabuena. Había funcionado, la aventura había empezado. 40 semanas para tener su propia familia.

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Fragilidad vital

De pronto sintió miedo. Un miedo que aun no sabe explicar. Un miedo nuevo, imprevisto, que se le metió dentro y que le hizo temblar. Sin parar. Mucho. Un tembleque intenso. Un ataque de pánico, dicen. La tirolina se paró en medio del amazonas y se quedó allí, colgada, mientras desde la plataforma gritaban que tenía que darse la vuelta y recorrer los 300 metros que faltaban. Tardó unos segundos en reaccionar y lo hizo; se giró e intentó no pensar en nada más que mover sus manos y arrastrarse por el cable. Pero temblaba demasiado. Cerró los ojos, respiró y lo intentó de nuevo. Siguió avanzando lentamente. Sola, sin poder pensar con claridad. Fueron minutos largos, de esos que se presienten eternos desde el primer momento, pero al final llegó al punto en el que pudieron cogerla. Unos brazos fuertes la rodearon y se adueñaron de su mosquetón devolviéndole la serenidad mientras susurrando le vitoreaban al oído su valentía. Ese día lloro mucho, sobre todo por dentro, y mientras miraba los moretones, las heridas en las manos y los rasguños se dio cuenta, una vez más, de la fragilidad de la vida y de los buenos momentos.

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Lo mejor está por venir

Hemos llegado a esa edad en la que las conversaciones las protagonizan temas profundos. En la que la ligereza del ‘ya veremos’ enmudece y las decisiones están tocadas por un halo transcendental. Hemos llegado a los 40 y ahora posponer las cosas no solo no nos convence, si no que lo vemos con recelo. Un amigo me decía el otro día que quería formar una familia. Se veía siendo parte de esa maraña de sentimientos y amor incondicional; pero solo lo haría si encontraba a SU persona. Esa con la que el mundo gira a otro compás. En estos años ha habido varias personas en su vida, pero ninguna traspasó el papel de affaire intenso, más o menos sostenido en el tiempo. Yo misma fui su persona durante dos inviernos, pero no funcionó. Hay quien lo tilda de exigente o infantil y le proclama un miedo al compromiso que yo sé que no tiene. Simplemente no lo ve claro. Vive bajo la premisa de ‘lo mejor está por venir’. Y, en cierto modo, eso está bien; porque así, cuando lo dejan, ambos pueden seguir su camino.

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Revivirte

Últimamente me adentro mucho en su cabeza, en cómo debió vivirlo él, en cómo debió ir asimilando que se acababa. No puedo dejar de preguntarme cuánto tiempo antes su cuerpo ya le fue dando señales que le hacían sospechar que no venía nada bueno. Fue adelgazando y un día el gin-tonic dejó de tener sabor, la pierna empezó a dolerle y en pocos días respiraba con un ventilador. El diagnóstico fue demoledor. Pienso en cómo fue despidiéndose de todo y todos hasta que llegó ese silencio eterno. En cómo repartió sus fuerzas para no perderse el último de los cumpleaños familiares y, desde la cama ya, sonreír. Revivo detalles que me hacen entender que ante la tormenta genética perfecta eligió la practicidad y a su gente de siempre. A los que nos quedamos nos ha ayudado a entender de qué va este juego y a vivir con ganas, incluso lo más rutinario. Irte sabiendo que te vas es duro, y muy triste, pero también es de lo más real.

(*un guiño al cielo)

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En piloto automático

Vive de manera descafeinada. Con los años sus estímulos vitales se han reducido y lo que antes la llevaba a sentirse valorada (autovalorada) ahora la tiene apática. Sus inseguridades han crecido y duda de todo. En la oficina, donde lleva más de 20 años, su función es casi indispensable pero siempre está peleando a regañadientes su parcela con las nuevas incorporaciones, aunque en su interior sabe que si la desbancan no pasará nada. Como tampoco pasó nada cuando se separó… o pasó todo. Ese día activó el piloto automático para seguir viviendo y de eso hace ya más de nueve años. Es una sensación agridulce y demasiado cómoda la que le da esa soledad sosegada que la rodea. Hace un mes nació su último sobrino y ella ansía vivirlo y crecer con él. Lo quiere tanto que ha tomado las riendas de su vida y ha empezado a ir a terapia. Le asusta y le reta dar cada uno de los pasos que se le plantean, pero por fin quiere reconducir su vida.

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