2022 fue un año de trance para ellos, un punto y aparte en sus vidas. Unas vidas que vuelven a tener alas y, a la vez, cadenas. Unas vidas que se han puesto patas arriba por decisión propia. En mayo, tras muchas conversaciones, discusiones, terapia de pareja e intentos fallidos rompieron el compromiso que habían hecho quince años atrás. La decisión fue dura, aunque firme. Él al principio se mudó a casa de sus padres y después navegó el mediterráneo en velero mientras recomponía su puzzle vital; ella se refugió en los niños, en el trabajo y en las clases de claqué mientras redecoraba todas las estancias de su hogar. Los meses fueron pasando y cada vez que se reencontraban se abrazaban aliviados. Han redescubierto sus pasiones y se han dado una nueva oportunidad de disfrutar. Él ha cambiado de profesión y ahora inventa recetas de bocadillos de autor que cata los miércoles entre amigos y vende los fines de semana en una foodtruck. Ella vuelve a aceptar trabajos en Europa y a disfrutar de sus días tranquilos en la costa brava. A veces se sienten perdidos y vuelven las dudas, pero otras muchas están contentos ante ese lienzo casi blanco que les depara el futuro.
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Casualidad
La puerta giratoria no se mueve, el sensor no detecta su presencia y ella está allí moviéndose sin sentido, empapada de lluvia, esperando que algún gesto sirva o el recepcionista la vea. En su cabeza se recrimina no haber mirado la aplicación del tiempo y no haberse vestido con otra ropa, no haber cogido la bolsa impermeable para el portátil, ni haber cerrado la ventana de la habitación. Piensa en sus cosas mientras se sigue moviendo y nota que alguien la observa con ojos amables, divertidos. Alguien más alto que levanta el brazo y consigue que todo gire, la puerta y su día. Se miran cómplices, ambos empapados, con los cascos de la moto en la mano, y balbucean algo que destensa aún más la situación. Sonríen mientras esperan el ascensor y hablan de nimiedades que les acercan. Ojalá subir hasta la planta 11, piensa ella, y él lo manifiesta, “¿ya te vas?”. “Hoy sí”, responde, y se miran de nuevo esperando cruzarse por el edificio en otra ocasión. Al final del día ya se habían archivado en anécdota hasta que de vuelta a casa un semáforo en rojo les hace coincidir de nuevo. Cambian su ruta y optan por conocerse.
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Encrucijada vital
Se atreven a dar el paso, a dejar el móvil y verse. Llevan tanto tiempo aplazándolo (con razón) que se les hace extraño. Se atreven a quebrar su vida y saben que no habrá marcha atrás. Como tampoco la hubo después de que recuperaran el contacto tras 20 años desconectados. Él elige el lugar, ella la hora. Están nerviosos, van a romper pactos de vida y a hacer daño a terceras personas, aunque sea solo un café, aunque repriman sus ganas, aunque prioricen otras cosas: van a verse. Ella se retrasa, pero llega y todo fluye. Él recuerda demasiado y se reprocha juventud y momentos vitales opuestos. Ella apenas tiene en su memoria algún detalle de esos años, pero le recalca que fue intenso, bonito y les llegó antes de tiempo, que no lo cambiaría y que son lo que son por ello. A veces le echa de menos, pero eso no se lo dice. Se cierra al recordar que no deberían estar allí y él lo admite mientras explica que no puede evitarlo, que es una de las mujeres de su vida, que quiere saber todo de ella. Rebusca en anécdotas del pasado que ella ha olvidado (o simula haber olvidado) y renace la complicidad. Ese feeling inevitable es lo que rompe la vida que tienen en casa. Lo saben y les asusta. Evitan alargar el encuentro y se despiden torpemente, rotos por dentro ante la encrucijada que les plantea la vida.
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Cosas que aprendió bailando
Desde hace unas semanas cada jueves va a clases de baile. Lo decidió un día que bajaba andando por la calle Balmes, los problemas se le acumulaban y el desapego por su vida iba en aumento. Empezaba a llover y entró a resguardarse en una escuela de danza. Vio su reflejo en el gran espejo de la entrada y no se reconoció, alguien la confundió con una alumna y le mostró el vestuario. Fue premonitorio. Se sentó en uno de los bancos y observó. Miró cada detalle a su alrededor mientras su cuerpo se fue relajando y su mente se dejó absorber por las siluetas que se movían rítmicamente. Allí tener pareja es obligado, pero traerla de casa no, y ahora parece que los jueves los problemas pesan menos mientras mueve su pie derecho al compás y tuerce hacia un lado el cuello. Ahora sabe que para poder girar debe tener la cadera alineada, que los saltos se dan con la punta de los pies, que la luz tenue es más favorecedora, que la música es sanadora, que todo pasa y que el equilibrio es fundamental, siempre, en todo. Desde hace un tiempo cuando entra en casa su mente baila, y todo lo demás está de más.
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Poner freno al pasado
La vida les ha cruzado de nuevo y no saben qué hacer. Vuelven a sentirse quinceañeros aunque esta vez van con mochila, y una pesa más que la otra. Se llaman a hurtadillas con excusas irreales y se escuchan y bromean y se ríen y tontean. Comparten vivencias y fotos de una parte de su vida, aquella que hacen solos. Hay que frenarlo. Ella lo tiene claro, pero sigue descolgando el teléfono y le escucha decir que no son pasado, que quiere verla, que tiene algo que contarle cara a cara. Se arremolina y se hace pequeña, no confirma la cita pero sabe que ese día se vestirá para gustarle. El martes suena el teléfono y ella no descuelga. Él insiste, y cuando al final hablan se les ha pasado el día y tienen que ir a recoger a los niños al colegio. Ella se siente frustrada consigo misma y antes de colgar le dice que tienen que poner punto final a todo esto. Se hace un silencio largo hasta que él concluye «te llamaré cuando vuelvas del viaje».
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En propiedad
En unos meses van a mudarse a una casa adosada con piscina comunitaria y barbacoa en el jardín. Hace unos días el banco les confirmó que les dan la hipoteca y no pueden estar más contentos. Después de mucho papeleo, nervios y noches en vela por fin verán su sueño cumplido: serán propietarios. Lo buscaban desde antes de casarse pero la vida los llevaba siempre por otros derroteros, entre ellos, dos hijos, cambios profesionales, un apartamento en la playa en verano y algún que otro capricho inocente. Ahora viven en una disyuntiva de ilusión y miedo, y por las noches se sientan en la mesa de la cocina y sacan la calculadora. Examinan en detalle cada movimiento en su cuenta bancaria; a la playa pueden ir a pasar el día, los niños irán a comer a casa y tendrán que limitar las extraescolares de los pequeños y también las suyas, durante un tiempo tendrán que centrarse en lo imprescindible. Se aprietan el cinturón mientras ven la foto global y se cogen fuerte la mano: tienen una casa en propiedad.
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Memoria traicionera
La memoria se esconde o se entierra, a veces incluso parece borrarse como borrábamos la solución errónea de un ejercicio en el colegio. Pero siempre quedaban las marcas, una huella en el papel, imborrable. Apenas bastaba la punta del lápiz para que volviese a aparecer el error. Escribir encima solo empeora las cosas. Ella lo sabe, tiene demasiados fantasmas socavados tras esa sonrisa que la ayuda a seguir. Lo sabe y lo acepta así, a modo de escudo ante la vida, pero de camino al trabajo pasa frente a una casa antigua con un gran jardín y piscina. Ese escenario la trastoca y ese olor a jazmín la traslada a Menorca, a ese verano eterno que jugaron a quererse, a odiarse y a reconciliarse por enésima vez. Sus desprecios aún le duelen, se hirieron muy profundo sin saberlo y desde entonces viven sus vidas destemplados. Los dos. Y se piensan en recuerdos fugaces inesperados, y tantean coger el lápiz y volver a escribir encima.
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Un pasado feliz
Esa espalda le despierta recuerdos de hace más de 15 años pero duda, ¿es ella? No puede creerlo, aunque tiene que serlo, está igual que la recuerda. Lleva el pelo algo más largo, pero sigue jugando con sus rizos mientras habla. Los gestos la delatan y la risa termina de descubrirla. Camina titubeante, ¿y si la saluda? De momento se sienta con sus amigos y la observa. Recuerda que aquello que tuvieron nunca se cerró, el destino les alejó y no terminaron de saber cómo hacer para volver a reencontrarse. Ella se gira y se ven. Se miran y hablan en silencio en la distancia. Se dicen que se han echado de menos mientras les brillan los ojos, se les eriza la piel y les nace un nerviosismo inusitado. Se acercan, él más tímido, ella más curiosa. Balbucean unos segundos antes de abrazarse fuerte, sintiéndose. Quisiera estirar el tiempo con ella pero su acompañante la reclama y se despiden a desgana, pensándose. A media noche dan un paso más y se escriben prometiéndose una llamada y un café que nunca llegarán. Resquicios de un pasado feliz.
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Lo que pudo haber sido
Dice que si se conocieran ahora no se hubiesen elegido. Que el tiempo ha pasado rápido desde ese noviazgo de instituto que les flasheó tanto que siguieron juntos pese a la distancia de sus universidades y a la gente nueva con la que se iban cruzando. Una noche de fiesta, en su piso compartido de Malasaña, se olvidaron de todo y, a los nueve meses, formaban una familia y aparcaban su vida para vivir otra. Sin reproches, amoldándose, aceptándolo. Son felices pero se les notan esas ganas de saber qué se han perdido. En sus últimas vacaciones en Corniglia decidieron que abrirían un restaurante italiano. Dice que esperan encontrar allí un poco de la vida que pudo haber sido. Sonríen convencidos y eso es todo lo que les hace falta para que el tiempo juntos vuele.
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Cita telefónica
No sabían que se encariñarían hasta la tercera llamada, hasta ese intento ansiado de agradarse, hasta que sus voces se confundieron con las de dos amantes que sonríen tontamente al saberse al otro lado del teléfono. Sin quererlo congenian demasiado bien. Sin buscarlo, el trabajo pasa a ser hobby y las horas un tiempo fugaz que tiñen de telepatía y buen rollo. Ella rechaza la propuesta de verse más por miedo a romper la magia, mientras él insiste, rozando su espalda con complicidad, «ven al estudio». Pero no es capaz de seguirle el juego. Un golpe duro trastoca su rutina y se sienten más cerca si cabe, hablándose en silencio. Sin necesidad de contarse nada, sin necesidad de apiadarse. Y vuelven a ser los de siempre, vuelven a ansiarse la voz. Él sigue pendiente de ella. Son pareja ganadora sin saberlo. «Estoy por ti», repite burlonamente en un caballeroso gesto por tantearla. Y le sonsaca historias que no suele explicar, y se pone celoso mientras ella enfatiza detalles absurdos igual que una quinceañera obnubilada.
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