2022 fue un año de trance para ellos, un punto y aparte en sus vidas. Unas vidas que vuelven a tener alas y, a la vez, cadenas. Unas vidas que se han puesto patas arriba por decisión propia. En mayo, tras muchas conversaciones, discusiones, terapia de pareja e intentos fallidos rompieron el compromiso que habían hecho quince años atrás. La decisión fue dura, aunque firme. Él al principio se mudó a casa de sus padres y después navegó el mediterráneo en velero mientras recomponía su puzzle vital; ella se refugió en los niños, en el trabajo y en las clases de claqué mientras redecoraba todas las estancias de su hogar. Los meses fueron pasando y cada vez que se reencontraban se abrazaban aliviados. Han redescubierto sus pasiones y se han dado una nueva oportunidad de disfrutar. Él ha cambiado de profesión y ahora inventa recetas de bocadillos de autor que cata los miércoles entre amigos y vende los fines de semana en una foodtruck. Ella vuelve a aceptar trabajos en Europa y a disfrutar de sus días tranquilos en la costa brava. A veces se sienten perdidos y vuelven las dudas, pero otras muchas están contentos ante ese lienzo casi blanco que les depara el futuro.
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Encrucijada vital
Se atreven a dar el paso, a dejar el móvil y verse. Llevan tanto tiempo aplazándolo (con razón) que se les hace extraño. Se atreven a quebrar su vida y saben que no habrá marcha atrás. Como tampoco la hubo después de que recuperaran el contacto tras 20 años desconectados. Él elige el lugar, ella la hora. Están nerviosos, van a romper pactos de vida y a hacer daño a terceras personas, aunque sea solo un café, aunque repriman sus ganas, aunque prioricen otras cosas: van a verse. Ella se retrasa, pero llega y todo fluye. Él recuerda demasiado y se reprocha juventud y momentos vitales opuestos. Ella apenas tiene en su memoria algún detalle de esos años, pero le recalca que fue intenso, bonito y les llegó antes de tiempo, que no lo cambiaría y que son lo que son por ello. A veces le echa de menos, pero eso no se lo dice. Se cierra al recordar que no deberían estar allí y él lo admite mientras explica que no puede evitarlo, que es una de las mujeres de su vida, que quiere saber todo de ella. Rebusca en anécdotas del pasado que ella ha olvidado (o simula haber olvidado) y renace la complicidad. Ese feeling inevitable es lo que rompe la vida que tienen en casa. Lo saben y les asusta. Evitan alargar el encuentro y se despiden torpemente, rotos por dentro ante la encrucijada que les plantea la vida.
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En propiedad
En unos meses van a mudarse a una casa adosada con piscina comunitaria y barbacoa en el jardín. Hace unos días el banco les confirmó que les dan la hipoteca y no pueden estar más contentos. Después de mucho papeleo, nervios y noches en vela por fin verán su sueño cumplido: serán propietarios. Lo buscaban desde antes de casarse pero la vida los llevaba siempre por otros derroteros, entre ellos, dos hijos, cambios profesionales, un apartamento en la playa en verano y algún que otro capricho inocente. Ahora viven en una disyuntiva de ilusión y miedo, y por las noches se sientan en la mesa de la cocina y sacan la calculadora. Examinan en detalle cada movimiento en su cuenta bancaria; a la playa pueden ir a pasar el día, los niños irán a comer a casa y tendrán que limitar las extraescolares de los pequeños y también las suyas, durante un tiempo tendrán que centrarse en lo imprescindible. Se aprietan el cinturón mientras ven la foto global y se cogen fuerte la mano: tienen una casa en propiedad.
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Lo que pudo haber sido
Dice que si se conocieran ahora no se hubiesen elegido. Que el tiempo ha pasado rápido desde ese noviazgo de instituto que les flasheó tanto que siguieron juntos pese a la distancia de sus universidades y a la gente nueva con la que se iban cruzando. Una noche de fiesta, en su piso compartido de Malasaña, se olvidaron de todo y, a los nueve meses, formaban una familia y aparcaban su vida para vivir otra. Sin reproches, amoldándose, aceptándolo. Son felices pero se les notan esas ganas de saber qué se han perdido. En sus últimas vacaciones en Corniglia decidieron que abrirían un restaurante italiano. Dice que esperan encontrar allí un poco de la vida que pudo haber sido. Sonríen convencidos y eso es todo lo que les hace falta para que el tiempo juntos vuele.
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Inclinar la balanza
Si le pusiese en una balanza sabe que los contras ganarían a los pros, pero está obcecada e insiste en buscar guiños que sumen. Así recupera sus pocas muestras cariñosas empatándolas con su brusquedad, valora su profesión y sus planes de futuro por encima de su inexperiencia vital. Acepta sus reglas del juego a cambio de una comodidad impensada, puntúa alto sus besos y olvida su suspenso en la cama. Acepta su independencia y resetea su soberbia. Olvida que le avergüenza reconocer su edad y ensalza su mirada, verde. Se autoengaña y hace fuerza para cambiar el peso y equilibrarlo.
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Matrimonio en la distancia
Es de esas relaciones por las que nadie apuesta, un matrimonio en la distancia. Ciudades distintas les auspician de lunes a viernes y comparten hogar los fines de semana, puentes y vacaciones. Han vuelto de estar dieciséis días por las islas griegas y anhelan ese respiro que les ofrece su rutina semanal. Se despiden en el aeropuerto sin pena, él pensando en llegar al partido de pádel, ella en que la cojan para hacerse la pedicura. Se quieren a su manera y reservan para cenar con amigos el sábado en su restaurante japonés preferido.
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Punto final
Ayer cuando llegó a casa ella estaba en la cocina, recostada en la encimera leyendo una receta del libro que le regalaron estas navidades; apenas levantó la vista de la imagen del bacalao con sanfaina cuando él la saludó. Guardó la brompton, colgó la chaqueta y se acercó a darle un beso en la mejilla. Un gesto rutinario que ella acogió con más desidia de la habitual esta vez. Tras cenar se sentaron en el sofá, en silencio. Ella quería decir algo pero no encontraba las palabras, él la miraba, mucho, muy profundo. Entonces ella se lo dijo: quiero el divorcio. No dió más explicaciones, no sabía qué más decir, sólo que no quería seguir. Él la observaba mientras intentaba razonar, pero ambos sabían que llevan meses rotos y que la lucha no lo vale. Hoy al salir de casa ambos han ideado un plan. El de él pasa por un consejero matrimonial que les ayude a salvar las diferencias, el de ella es un piso de soltera donde poder rehacer su vida. Por la noche cuando llega a casa ella está en la cocina, esta vez releyendo los papeles de su abogado. Punto final a un matrimonio. Punto final a una mentira.
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La tenía a ella
La tenía a ella. Se conocieron un verano en la costa brava, cuando sus padres alquilaron un apartamento para ir a celebrar la verbena de san Juan. Compartieron helado de pistacho y un primer baile en el envelado de la plaza con los fuegos artificiales de fondo. Desde entonces han compartido sus historias y ese hacerse mayores. Desde entonces han pasado ya treinta y cuatro años, un matrimonio, dos hijos, tres mudanzas y varios empleos. Los recuerdos del lugar de veraneo siguen intactos, pero ellos se están perdiendo. La tenía a ella, pero la vida es larga y lo que eran malas costumbres son ahora vicios, y la aceptación está llevándoles a la intransigencia y a un tedio silencioso. La tenía a ella, pero ahora dos veces por semana tiene a otra. Y ya no la tiene, pero siguen compartiendo techo, almuerzos de domingo y el mando de la televisión.
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