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Conciliar

Entra en la sala decidida. Tiene una pisada fuerte y el repicar de sus tacones anticipa su llegada allá donde va. Lo ha hecho siempre, pero desde que se reincorporó de su baja maternal más. No titubea ni se achanta frente a los comentarios de sus compañeros, creen que no será capaz de lidiar con el bebé y con el proyecto del nuevo edificio a la vez y que pronto la relegarán. Ella apuesta por el tiempo de calidad y estar con todos los sentidos en cada escena. Le encanta su trabajo y se ha dejado la piel para llegar hasta aquí, pero adora la familia que por fin ha construido y cree que el mundo, su mundo al menos, tiene que entender la dicotomía entre ser madre y ser profesional. Se autoengaña. Y llega a casa por la tarde, cansada, y acuna a su hijo mientras repasa los últimos detalles de los planos que presentarán mañana al cliente.

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Cosas que aprendió bailando

Desde hace unas semanas cada jueves va a clases de baile. Lo decidió un día que bajaba andando por la calle Balmes, los problemas se le acumulaban y el desapego por su vida iba en aumento. Empezaba a llover y entró a resguardarse en una escuela de danza. Vio su reflejo en el gran espejo de la entrada y no se reconoció, alguien la confundió con una alumna y le mostró el vestuario. Fue premonitorio. Se sentó en uno de los bancos y observó. Miró cada detalle a su alrededor mientras su cuerpo se fue relajando y su mente se dejó absorber por las siluetas que se movían rítmicamente. Allí tener pareja es obligado, pero traerla de casa no, y ahora parece que los jueves los problemas pesan menos mientras mueve su pie derecho al compás y tuerce hacia un lado el cuello. Ahora sabe que para poder girar debe tener la cadera alineada, que los saltos se dan con la punta de los pies, que la luz tenue es más favorecedora, que la música es sanadora, que todo pasa y que el equilibrio es fundamental, siempre, en todo. Desde hace un tiempo cuando entra en casa su mente baila, y todo lo demás está de más.

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Matrimonio en la distancia

Es de esas relaciones por las que nadie apuesta, un matrimonio en la distancia. Ciudades distintas les auspician de lunes a viernes y comparten hogar los fines de semana, puentes y vacaciones. Han vuelto de estar dieciséis días por las islas griegas y anhelan ese respiro que les ofrece su rutina semanal. Se despiden en el aeropuerto sin pena, él pensando en llegar al partido de pádel, ella en que la cojan para hacerse la pedicura. Se quieren a su manera y reservan para cenar con amigos el sábado en su restaurante japonés preferido.

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Punto final

Ayer cuando llegó a casa ella estaba en la cocina, recostada en la encimera leyendo una receta del libro que le regalaron estas navidades; apenas levantó la vista de la imagen del bacalao con sanfaina cuando él la saludó. Guardó la brompton, colgó la chaqueta y se acercó a darle un beso en la mejilla. Un gesto rutinario que ella acogió con más desidia de la habitual esta vez. Tras cenar se sentaron en el sofá, en silencio. Ella quería decir algo pero no encontraba las palabras, él la miraba, mucho, muy profundo. Entonces ella se lo dijo: quiero el divorcio. No dió más explicaciones, no sabía qué más decir, sólo que no quería seguir. Él la observaba mientras intentaba razonar, pero ambos sabían que llevan meses rotos y que la lucha no lo vale. Hoy al salir de casa ambos han ideado un plan. El de él pasa por un consejero matrimonial que les ayude a salvar las diferencias, el de ella es un piso de soltera donde poder rehacer su vida. Por la noche cuando llega a casa ella está en la cocina, esta vez releyendo los papeles de su abogado. Punto final a un matrimonio. Punto final a una mentira.

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La valentía de lo cotidiano

Ayer le pasó algo extraño. Quiso ser como los demás y hacer cosas que se interpretan como normalidad, pero se le fue de las manos. No es fácil ser normal; nunca lo ha sido. La valentía de lo cotidiano. Unas referencias estables. Rutinas impuestas por los vaivenes de la vida que son, al fin y al cabo, el modo de supervivencia. Gentes corrientes sin pretensiones de llegar a ningún otro sitio que no sea el sofá de casa después de cenar. Gentes felices –a su manera. Él también quiere; pero le falta coraje para dejar de buscar lo excepcional.

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Bailarinas

Bailarinas, ese calzado sin el que no podría vivir. Vestirme cada mañana y perderme en el zapatero sopesando colores y formas para conseguir el toque que busco. Las hay marineras, con lacito, amarillas, color plata y hasta fucsias. Las hay para todos mis estilos, y lo mejor son esas historias que han compartido conmigo. Esas noches de fiesta hasta las tantas y desayunos en el café Paris, esas prisas para llegar puntual a clase de alemán, o para no perder el tren de ‘y 43’, o para pasear por Gracia escuchando el último disco de Manel. Las bailarinas me han acompañado en entrevistas de trabajo, en discusiones familiares, en visitas al hospital, en cenas románticas y en largas esperas, sosteniéndome estoicas, siempre, sin juzgarme.

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Tomar té verde

Tomar té verde se ha vuelto un vicio para mí. Bueno, tomar té en general, pero con el verde tengo un algo especial. Una rutina adquirida después de pasar mucho frío un invierno en una isla y probarlo con el café y la leche. Fue mi salvavidas a esos meses interminables de humedad, cuando las cosas se torcían, cuando las decisiones se agolpaban esperando respuesta y parecía que no había escapatoria a nada. El té verde me ayudaba a sobrellevar el tembleque frente al abismo. Entre sorbos, miradas vacías y llamadas sin descolgar que se acumulaban en mi móvil, un día fui valiente y avancé. Y al poco llegó el buen tiempo, aunque yo no dejé de tomar té, por la serenidad que me aporta, y un poco también por esos antioxidantes que dicen que conseguirán atenuar mis arrugas.

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