Y te creías buena. Así de simple. Tras muchos años peleando por fin habías encontrado esa pizca de empatía contigo misma. Caminabas decidida, sonreías a tu alrededor y hablabas de planes que sobresalían en una agenda repleta de teléfonos de conocidos. Una vida pautada por ti misma, sin pretensión de nada especial que la tambalee. Opción fácil. Al llegar al restaurante saludas con gracia y propicias una actitud amable del camarero que se encandila con tus ojos marrones, grandes. Ojos que hablan más de la cuenta; y es que la diferencia entre lo que una cree ser y lo que en realidad es, lo que una no ve, lo que una no siente, se observa muchas veces en la mirada de los demás. Al sentarte en la mesa los amigos de los jueves, los de siempre, te observan. No lo dirán, pero con su mirada sabes que saben lo que sientes. Y te desmoronas por dentro mientras prodigas tu mejor sonrisa.