La puerta giratoria no se mueve, el sensor no detecta su presencia y ella está allí moviéndose sin sentido, empapada de lluvia, esperando que algún gesto sirva o el recepcionista la vea. En su cabeza se recrimina no haber mirado la aplicación del tiempo y no haberse vestido con otra ropa, no haber cogido la bolsa impermeable para el portátil, ni haber cerrado la ventana de la habitación. Piensa en sus cosas mientras se sigue moviendo y nota que alguien la observa con ojos amables, divertidos. Alguien más alto que levanta el brazo y consigue que todo gire, la puerta y su día. Se miran cómplices, ambos empapados, con los cascos de la moto en la mano, y balbucean algo que destensa aún más la situación. Sonríen mientras esperan el ascensor y hablan de nimiedades que les acercan. Ojalá subir hasta la planta 11, piensa ella, y él lo manifiesta, “¿ya te vas?”. “Hoy sí”, responde, y se miran de nuevo esperando cruzarse por el edificio en otra ocasión. Al final del día ya se habían archivado en anécdota hasta que de vuelta a casa un semáforo en rojo les hace coincidir de nuevo. Cambian su ruta y optan por conocerse.
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Memoria traicionera
La memoria se esconde o se entierra, a veces incluso parece borrarse como borrábamos la solución errónea de un ejercicio en el colegio. Pero siempre quedaban las marcas, una huella en el papel, imborrable. Apenas bastaba la punta del lápiz para que volviese a aparecer el error. Escribir encima solo empeora las cosas. Ella lo sabe, tiene demasiados fantasmas socavados tras esa sonrisa que la ayuda a seguir. Lo sabe y lo acepta así, a modo de escudo ante la vida, pero de camino al trabajo pasa frente a una casa antigua con un gran jardín y piscina. Ese escenario la trastoca y ese olor a jazmín la traslada a Menorca, a ese verano eterno que jugaron a quererse, a odiarse y a reconciliarse por enésima vez. Sus desprecios aún le duelen, se hirieron muy profundo sin saberlo y desde entonces viven sus vidas destemplados. Los dos. Y se piensan en recuerdos fugaces inesperados, y tantean coger el lápiz y volver a escribir encima.
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Run-run viajero
El mapa del mundo abierto sobre la mesa, caras ansiosas y ganas de escapar. Cerveza fría y lista de destinos en mano, empieza el juego de las coincidencias. Mongolia apunta ella, Canadá dice él. Nuevo turno. Madagascar ella, Cuba él. Más. Japón, Colombia. Ella sonríe, ese iba a ser su siguiente tiro. Perderse por el Valle del Cocora, abrazarse y no querer volver. Abren el ordenador y compran los billetes. Pronto volverán a cargar la mochila, a prescindir de lujos, a desesperarse ante las nuevas rutinas, a mezclarse entre otra gente intentando pasar desapercibidos. Se sienten libres sólo con imaginarlo. Se besan, se quieren y sueñan con ese run-run viajero eterno que esperan un día les lleve a pedir una excedencia, vender el coche, alquilar el piso y vivir.
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Miedo a volar
Se atolondra al hablar con el taxista. Salta de un tema a otro sin apenas pausar y se toca el pelo sin cesar. También las lentillas le molestan, y tiene frío y los labios secos. Está sentada junto al mostrador, más cerca que otras veces, comprobando las actualizaciones del estado de Facebook de sus amigos; quiere aparentar tranquilidad pero la ansiedad se la come y los consejos de su psicóloga le quedan lejanos. Cogerá un avión por primera vez a sus 37 años, o lo intentará. Lleva las gafas de sol puestas para ocultar el pánico que desprenden sus ojos. Se quita el jersey, se lo vuelve a poner. Tenerife aparece ya en las pantallas. Mira el suelo fijamente y hace el gesto de levantarse… pero no puede. El miedo sigue siendo más fuerte. Como otras veces ve pasar a la gente; también escucha la última llamada y observa como las azafatas cierran el vuelo. Cuatro horas más tarde se levanta despacio, coge su mochila y vuelve a casa. Este año las vacaciones también las pasará en el aeropuerto.
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Mudanza
Una mudanza inesperada ha desequilibrado su mundo. Así ha sido julio. Un mes de contrastes, de ansiedad, de dudas… y ella no suele titubear. Ella es de las que mira a la vida de cara asumiendo siempre la realidad. Pero la mudanza le ha ganado la batalla. La soledad le ha mostrado la cara más oscura y su orden aparente ha tocado fondo. Las cajas se amontonan en el salón. Empaquetar cinco años es duro, son muchas cosas y la sensación de buscar un nuevo lugar sabiendo que ya tenía ‘el lugar’ la marea. El verano casi se le ha escapado amoldándose a la nueva vida y se contenta pensando en la ilusión de los principios, los que tuvo y los que tendrá.
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Veranos muy buenos
Hay veranos buenos y veranos muy buenos, y este último está siendo de los mejores por planes improvisados, guapo subido, hobbies redescubiertos, fiestas populares, hormonas revolucionadas y amiguismo máximo. Sé que el grado de diversión lo pone uno mismo y que la felicidad eterna no existe, pero simular vivir en un continuo bucle de libertad y despreocupación es contagioso, y así hemos terminado todos, riendo con banda sonora a juego. Así hasta que nos demos cuenta un día de que no somos tan guapos, ni tan divertidos, ni tan amigos, ni tan guays. Y habremos gastado un calendario, o dos, o tres, y la desilusión de vernos del montón nos dolerá durante un rato. Pero para esto todavía falta. Aún quedan unas semanas de buen tiempo, un par de festivales indies y algún vestido de tirantes por estrenar. Aún hay días para ser felices.
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«Everybody wanna live your life»
“Everybody wanna live your life”, esa canción que suena y resuena en todos los rincones donde voy y que he adoptado a modo de lema este verano. Corrijo, había adoptado. En junio, una de las primeras fiestas estivales de mi calendario trastocó la rutina que tengo impuesta desde hace tiempo: salir con mis amigos, bailar, reír, beber, seguir bailando e irme a dormir. Pasos automatizados que consiguen precisamente ese “everybody wanna live your life” por la diversión y tranquilidad que transmiten. Pero algo pasó en junio, entre el seguir bailando y el irme a dormir alguien inesperado rozó mi brazo, y el verano cambió. Una conexión inexplicable entre dos personas tan distintas, por edades incompatibles, por aficiones desvinculadas, por caracteres diferentes y vidas tan separadas, pero pese a todo, una conexión. Supongo que mis ganas de alguien y su idealización tras mucho tiempo pensándome hicieron el resto. Y el resto han sido cuatro meses de altibajos apasionados compartidos, nervios y poca comunicación, con prisas por conocernos, por acabarnos, por pasar página. Cuatro meses que terminaron el sábado con una retahíla de reproches incesantes y un ‘no me gustas’ suyo, y un ‘no me atraes físicamente’ mío. Y ahora estoy huérfana de canción, perdida en valores y sola en conjunto.
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