“Everybody wanna live your life”, esa canción que suena y resuena en todos los rincones donde voy y que he adoptado a modo de lema este verano. Corrijo, había adoptado. En junio, una de las primeras fiestas estivales de mi calendario trastocó la rutina que tengo impuesta desde hace tiempo: salir con mis amigos, bailar, reír, beber, seguir bailando e irme a dormir. Pasos automatizados que consiguen precisamente ese “everybody wanna live your life” por la diversión y tranquilidad que transmiten. Pero algo pasó en junio, entre el seguir bailando y el irme a dormir alguien inesperado rozó mi brazo, y el verano cambió. Una conexión inexplicable entre dos personas tan distintas, por edades incompatibles, por aficiones desvinculadas, por caracteres diferentes y vidas tan separadas, pero pese a todo, una conexión. Supongo que mis ganas de alguien y su idealización tras mucho tiempo pensándome hicieron el resto. Y el resto han sido cuatro meses de altibajos apasionados compartidos, nervios y poca comunicación, con prisas por conocernos, por acabarnos, por pasar página. Cuatro meses que terminaron el sábado con una retahíla de reproches incesantes y un ‘no me gustas’ suyo, y un ‘no me atraes físicamente’ mío. Y ahora estoy huérfana de canción, perdida en valores y sola en conjunto.