La puerta giratoria no se mueve, el sensor no detecta su presencia y ella está allí moviéndose sin sentido, empapada de lluvia, esperando que algún gesto sirva o el recepcionista la vea. En su cabeza se recrimina no haber mirado la aplicación del tiempo y no haberse vestido con otra ropa, no haber cogido la bolsa impermeable para el portátil, ni haber cerrado la ventana de la habitación. Piensa en sus cosas mientras se sigue moviendo y nota que alguien la observa con ojos amables, divertidos. Alguien más alto que levanta el brazo y consigue que todo gire, la puerta y su día. Se miran cómplices, ambos empapados, con los cascos de la moto en la mano, y balbucean algo que destensa aún más la situación. Sonríen mientras esperan el ascensor y hablan de nimiedades que les acercan. Ojalá subir hasta la planta 11, piensa ella, y él lo manifiesta, “¿ya te vas?”. “Hoy sí”, responde, y se miran de nuevo esperando cruzarse por el edificio en otra ocasión. Al final del día ya se habían archivado en anécdota hasta que de vuelta a casa un semáforo en rojo les hace coincidir de nuevo. Cambian su ruta y optan por conocerse.
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Mi número
‘¡Coge un número!’, me abordan al entrar en la sala. ‘¡Venga, venga!’, vitorean, y me animo y remuevo las papeletas y saco uno de los cartones, lo desdoblo y ahí está, mi número, ese que me ha acompañado desde pequeña en las camisetas deportivas, en los ¿cuántos quieres?, en las contraseñas, en las elecciones que no funcionaban con el pito pito colorito. Ahí está, y lo observo atenta, apretándolo fuerte con la mano, dándole el poder de alegrar mi día. Tiene que ser una señal, me aventuro a creer. Y aquí estoy, mirándolo de reojo y esperando que tenga una consecuencia tras tantos tropiezos.
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